DE NUEVO LA MINERÍA EN LA PARRILLA
Por
Leopoldo de Quevedo y Monroy
Loco-mbiano
Tal
vez los Ministros de Agricultura, de Minas, del Ambiente y de Comercio no leen
periódicos ni ven TV, ni mucho menos, van hasta los sitios en donde se conceden
licencias mineras a las multinacionales o a los consorcios temporales que
atentan contra la riqueza del suelo y del subsuelo de Colombia. Han decidido
convertirse en avestruces con cuello largo y ojos perfectos que no ven. Cuando
autorizan una licencia hunden su cabeza en el subsuelo para declararse
ignorantes de ese asunto y dirán a sus subalternos: “Yo no estuve aquí”.
Cada
día la situación empeora en nuestras selvas, montañas, nacimientos de agua,
páramos y veredas de municipios del país. El paisaje se deteriora, los
pobladores son desplazados y las fuentes de agua se contaminan. Pero pareciera
que aquí nada estuviera pasando. El Gobierno predica a todos los vientos que la
economía es floreciente, que todo es prosperidad y que habrá más casas gratis.
Que aquí no hay enfermedad holandesa, que el campesinado está muy bien, que la
industria colombiana está como una vaca gorda, que los TLC están funcionando
perfectos.
En
columna muy juiciosa y convincente, la investigadora del Centro de Estudios de
Derecho, Justicia y Sociedad, Paula Rangel Garzón, afirma que en este Gobierno
el sector agrícola y rural, ha sido desplazado por la minería. La vocación y
disponibilidad de tierras aptas para los cultivos ha cedido terreno en estos
dos años con la multitud de licencias mineras y ambientales. Colombia está
cundida de estos leoninos y perniciosos permisos.
Si
es Estado recogiera réditos limpios y equitativos de los llamados
inversionistas extranjeros, si se tuviera en cuenta no solo la opinión sino el
bienestar de los pobladores de los terrenos en donde se autorizan las
explotaciones la situación no fuera reprochable. Pero la desventaja para el
campesinado es abismal frente al desmedido e inhumano deterioro en sus hábitats
por parte de la fuerza bruta de las maquinarias y el apoyo del Estado.
Si
los permisos o licencias se concedieran previos estudios socioeconómicos y
ambientales, si se hicieran respetando el curso de la Naturaleza en sus
recursos hídricos, forestales y de fauna, no habría problema. Si las
condiciones del campesinado que siempre ha vivido en esos lugares, se mejorara en
su vivienda, vías de acceso, sus servicios públicos, se les diera asesoría
técnica y facilidad para adquirir insumos y tecnología moderna, no habría
problema.
Pero
ocurre todo lo contrario. A los campesinos se les sigue tratando desde lejos,
su status es igual al de hace dos siglos. Hasta ellos no ha llegado la
civilización, la internet, el crédito blando o las gabelas que se les brindan a
los consorcios millonarios. Nuestro campesinado no tiene aún la autoestima ni las
agallas para enfrentarse a sus dirigentes y exigirles respeto por sus personas,
su tradición, su territorio.
El
gobierno se vale del poder eminente de su fuerza, del Esmad, y de los gases,
como si los campesinos y los indígenas también fueran guerrilleros o
delincuentes. Ellos tienen apenas sus bastones, su mirada triste, la suerte de
no haber nacido en una cuna llena de billetes.
El
discurso de la locomotora rural y el apoyo efectivo al sector agrícola no se
oye por parte del Gobierno. Los TLC, de EE.UU o de Corea no están importando
tractores, recolectores de granos, de jeeps y furgones, de casas campesinas que
les den la mano a los colombianos rasos que han amado y vivido siempre junto al
río, a los árboles y jugado en sus laderas. El gobernante de turno nunca ha
tenido compasión ni sentido de pertenencia por esta labor tan sufrida y
provechosa para la economía. Ese puede ser un crimen de humanidad herida o
lesa.
02-04-13 9:53 a.m.
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