FIDELIDAD O DRAMA EN ANNA KARÉNINA
Por
Leopoldo de Quevedo y Monroy
Loco-mbiano
Desde
que subió Anna Karénina, a secas, a la cartelera tuve ansia de ir a verla. Las
películas de tema, de mujeres históricas me apasionan. Y, sobre todo, las
novelas clásicas, de autores que jamás pasarán de moda, merecen el gusto de
paladearse bien sea en libro traducido o en versiones llevadas al cine.
Liev
Nikoláievich Tolstói, nacido Yásnaia Poliana, Rusia en 1828, escribió su novela
cuando frisaba los 50 años. En ella se refleja la vida convulsionada de su
patria y sus experiencias sociales al lado de su hermano, oficial de artillería.
En la película, Joe Wright logra mostrarnos la magnificencia de las cortes y
las pasiones que bullían adentro.
Desde
que empieza la cinta el espectador queda atrapado con la voluptuosidad de las
imágenes, la fastuosidad de los escenarios, la imponencia de los personajes y
la nitidez de la fotografía, sobre todo el magnetismo de los primeros planos. Las
fiestas, la ópera, los cortinajes, los tapetes, la estantería de la estación
del tren. Hasta la nieve que cubre los vagones y la locomotora y los paisajes
floridos en primavera, pareciera que obedecieran a unas reglas.
La
actuación de Keira Knightley, Jude Law y Aaron Johnson en los papeles
protagónicos de Anna, su esposo Lev y el teniente Wronsky son destellantes.
Hacen ver en toda su realidad la finura de los protocolos de la corte imperial
en sus salas privadas, en los salones de baile y hasta la ruindad de los
prostíbulos.
A
medida que va rodando la cinta de más de dos horas, la historia se va
desenvolviendo entre visitas de cortesía, ejercicio de la política refinada, la
pasión en el amor de la pareja Karenin-a y los requiebros que vienen de afuera.
Va atando cabos el espectador hasta que forma la idea que plantea el guión de
la novela. No es una ficción lo que revela. Es la cruda verdad lo que allí se
narra.
La
ley en la alta sociedad es como si no existiera, aunque princesas, condes y
ministros la orquestan y fabrican para el pueblo. Allí en sus recintos imperan las
convenciones, las reglas de familia, los ritos perentorios de la costumbre
cortesana. Y quien intenta quebrantar o salirse de sus moldes tendrá que huir,
sufrir la afrenta y comer de lo que come el hombre de la calle.
Los
cánones de la crema de San Petersburgo y de Moscú se habían roto por la parte
más débil. Anna ha caído en las redes del amor que no mira razones ni
propiedades. Hoy hace 125 años, ya cinco cuartos de siglo atrás, que una novela
registró que una mujer traspasó la barrera de la etiqueta de un imperio. Ella
había roto la áurea pasividad de Karenin. Y a su sociedad no le importó
repudiarla como a la adúltera del evangelio. A la postre el turbión del amor se
transformó en drama. No pudo la belleza, no cupo el perdón porque la dignidad de la realeza y el poder son
implacables.
Esa
es la lección que para hoy, en la época de la emancipación de la mujer y la
proliferación de nuevos derechos para ella, nos trae en su libro Tolstói. Nada
ha cambiado. Ninguna mujer se atreva a transgredir los terrenos del hombre
poderoso porque de nada valen la ley ni la religión. Caerá para ellas la
maldición y la reprobación social que no admiten errores, ni amores a espaldas,
ni disculpas por el “mal uso de algo sagrado”*.
02-04-13 3:53 p.m.
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