miércoles, 3 de abril de 2013



FIDELIDAD O DRAMA EN ANNA KARÉNINA


Por Leopoldo de Quevedo y Monroy
Loco-mbiano

Desde que subió Anna Karénina, a secas, a la cartelera tuve ansia de ir a verla. Las películas de tema, de mujeres históricas me apasionan. Y, sobre todo, las novelas clásicas, de autores que jamás pasarán de moda, merecen el gusto de paladearse bien sea en libro traducido o en versiones llevadas al cine.

Liev Nikoláievich Tolstói, nacido Yásnaia Poliana, Rusia en 1828, escribió su novela cuando frisaba los 50 años. En ella se refleja la vida convulsionada de su patria y sus experiencias sociales al lado de su hermano, oficial de artillería. En la película, Joe Wright logra mostrarnos la magnificencia de las cortes y las pasiones que bullían adentro.

Desde que empieza la cinta el espectador queda atrapado con la voluptuosidad de las imágenes, la fastuosidad de los escenarios, la imponencia de los personajes y la nitidez de la fotografía, sobre todo el magnetismo de los primeros planos. Las fiestas, la ópera, los cortinajes, los tapetes, la estantería de la estación del tren. Hasta la nieve que cubre los vagones y la locomotora y los paisajes floridos en primavera, pareciera que obedecieran a unas reglas.

La actuación de Keira Knightley, Jude Law y Aaron Johnson en los papeles protagónicos de Anna, su esposo Lev y el teniente Wronsky son destellantes. Hacen ver en toda su realidad la finura de los protocolos de la corte imperial en sus salas privadas, en los salones de baile y hasta la ruindad de los prostíbulos.

A medida que va rodando la cinta de más de dos horas, la historia se va desenvolviendo entre visitas de cortesía, ejercicio de la política refinada, la pasión en el amor de la pareja Karenin-a y los requiebros que vienen de afuera. Va atando cabos el espectador hasta que forma la idea que plantea el guión de la novela. No es una ficción lo que revela. Es la cruda verdad lo que allí se narra.

La ley en la alta sociedad es como si no existiera, aunque princesas, condes y ministros la orquestan y fabrican para el pueblo. Allí en sus recintos imperan las convenciones, las reglas de familia, los ritos perentorios de la costumbre cortesana. Y quien intenta quebrantar o salirse de sus moldes tendrá que huir, sufrir la afrenta y comer de lo que come el hombre de la calle.

Los cánones de la crema de San Petersburgo y de Moscú se habían roto por la parte más débil. Anna ha caído en las redes del amor que no mira razones ni propiedades. Hoy hace 125 años, ya cinco cuartos de siglo atrás, que una novela registró que una mujer traspasó la barrera de la etiqueta de un imperio. Ella había roto la áurea pasividad de Karenin. Y a su sociedad no le importó repudiarla como a la adúltera del evangelio. A la postre el turbión del amor se transformó en drama. No pudo la belleza, no cupo el perdón porque la dignidad de la realeza y el poder son implacables.

Esa es la lección que para hoy, en la época de la emancipación de la mujer y la proliferación de nuevos derechos para ella, nos trae en su libro Tolstói. Nada ha cambiado. Ninguna mujer se atreva a transgredir los terrenos del hombre poderoso porque de nada valen la ley ni la religión. Caerá para ellas la maldición y la reprobación social que no admiten errores, ni amores a espaldas, ni disculpas por el “mal uso de algo sagrado”*.

02-04-13                3:53 p.m.

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